2 de agosto de 2013

Y pase la tormenta

Quizá retroceda el amanecer
y se atrincheren las buenas costumbres,
y permanezcan apagadas las luces de los bares,
y encendidas las velas que mueven el barco del destino.

Y canten de nuevo las sirenas de los mares,
y sobrevivan los besos clandestinos
en los portales barbastrenses, a la lumbre
del quiero querer.

Y me rescate del naufragio tu mirada
y se incendie la aurora en las playas del sur,
y se arrepienta el verdugo reloj
de hacernos variar el rumbo del navío.

Y nos guíe la estrella de la madrugada
hasta el corazón de una ballena azul
y veamos tierra y achiquemos el frío
que nos impide cruzar el charco que hay entre los dos.

17 de diciembre de 2012

Tortugas marinas

Recuerdo como cuando de niño desafiaba al porvenir, sentado en el alféizar de la ventana del salón, con el jardín bajo mis pies. Con una cacerola en la cabeza como único medio de precaución por si la gravedad decidía abrazarme, estiraba un brazo lo más lejos posible mientras me aferraba con la otra mano otro al pomo de la ventana, intentando colorear las nubes con unas pinturas heredadas de mis primos mayores; que por lo visto debieron ser muy sabrosas, ya que estaban todas carcomidas, aunque yo no era capaz de entender como alguien podía preferir eso al pan untado con nocilla.

En aquella época la casa del pueblo era todo el mundo que yo necesitaba conocer y los gigantes y dragones aparecían y desaparecían con la misma facilidad con la que una sábana por encima de la cabeza te convertía en un fantasma. Los castillos se construían solos y cualquier pequeño objeto tenía una historia que contarme. Pero si hubo una actividad a la que me entregué en cuerpo y en alma, aún cuando todavía no sabía que significaba esto, fue la de observador y vigilante del cielo.

Cabalgaba en mi bici hasta la colina en la que se ancla el acueducto y me resbalaba por la linde hasta posarme sobre este. Allí,  utilizando el cartón de cualquier rollo de servilletas terminado, inspeccionaba minuciosamente el cielo, buscando esas formas ovaladas, verdimarrones y corpulentas, que revolotean entre las nubes las noches frías de agosto y que solo yo parecía tener la habilidad de ver. Armado con una manta y una sonrisa, pasaba allí arriba horas y horas, sirviéndome del viejo ábaco de mi abuela para llevar la cuenta de las tortugas marinas que pasaban surcando el cielo.


A menudo las veía sonreír con la chulería de quien sabe que te sobrevivirá, describiendo el paso del tiempo con sus trayectorias celestes, vacilando a las demás aves con sus majestuosas piruetas y me encontraba a mi mismo al día siguiente intentando imitar sus movimientos, con una caja de cartón atada al cuerpo con cinta aislante a modo de caparazón; soñando con, algún día, poder migrar con ellas a ese lugar donde van, cuando los adultos dejan de hacerles caso, los sueños que tuvieron de niños.

Continuará...

by belsierre (Con la colaboración de Vanessa)

29 de noviembre de 2012

El último que sonríe


La casa rebosaba cosas por hacer y el café estaba frío. La máquina de escribir hacía tiempo que se había quedado sin tinta. Los periódicos, tirados por el suelo, parecían de un siglo pasado. Me había despertado aletargado después de un invierno sin muñecos de nieve. Llevaba un buen tiempo posponiendo mi viaje, marcando rutas en el mapa, redefiniendo el Dogma...

Así que me tomé las cosas con tiempo. Desenpolvé mi moleskine dispuesto a desnudarme de nuevo mientras las nubes huían para mostrar un sol que no siempre estuvo allí. Pero no eran nuevas historias lo que necesitaba, sino un nuevo protagonista.

Había muchas cosas de mi vida por contar. El único problema era que no habían sucedido todavía. Oficiando de guionista, modelé un personaje con la arcilla de lo que me hubiera gustado llegar a ser y dejé que fuera él quien contase su propia película. Yo tan solo me limité a prestarle mi cuerpo. Mis manos se convirtieron en sus manos, mis ojos en sus ojos. Y él, a cambio, transformó mi miedo en su valor, mis lágrimas en su sonrisa; mis infranqueables muros, en sus calcetines de diferentes colores y su sonrisa socarrona.

Había llegado la primavera. Afiné mis sentidos, acordé mi banda sonora. Respiré hondo y me puse delante de las cámaras. Pasé las noches entre barras de bar, canciones de los hermanos Gallagher y Jack Daniels. El sentido de la vida se reducía a mejorar un poquito cada día. El amanecer era el final de un capítulo; el atardecer, el principio de otro. Viajé de excursión alrededor de mi mente. Me puse en evidencia a propósito y golpeé mi propio reflejo en el espejo... dicen que el elegido debe primero elegirse a sí mismo.

Por supuesto, no todo salió bien a la primera. Tropecé varias veces con la misma piedra, repasé una a una, mil veces, mis frases y tener que volver a casa con los bolsillos vacíos se hizo habitual. Pero entre toma y toma, sentía que dejaba de ser yo y me iba convirtiendo en el personaje. Y empecé a escribir mi historia. Me hice más fuerte, más rápido, más guapo. Empecé a mirar a la vida con la seguridad de quien sabe que las armas más poderosas de este mundo son un folio en blanco y un bolígrafo. Thomas Tipp was right, people will read again - recordé. La primavera abandonaba aquel día la ciudad.

Es duro cuando piensas en todo el camino que te queda por escribir, pero si caminas palabra a palabra, escena a escena... cada minuto que pasa en la vida se vuelve tu mejor aliado. Y quizá, sólo quizá; un buen día, mientras llueve, mires al cielo tumbado en el césped de un parque y decidas, como hice yo, que nombre le vas a poner a tu personaje.

Por cierto, yo lo llamé Belsierre.

20 de mayo de 2012

Mi camino

Y mis deseschas botas me calzé,
rasgadas de contar baches y piedras,
golpes en la espalda y sonrisas hiedras;
que me definieron mal, para bien.

Aún hoy siguen pesando y pensando,
mellando en la comparsa de mis pasos,
dejando el camino de luz escaso,
cubriendo el cielo y con el mazo dando.

Y salí en busca de aquel horizonte
con una sonrisa en el corazón,
dispuesto a que no me quemara el sol,
viajando a Ítaca de polizonte.

Cruzando el río que negó el saludo
del elenco de campos cultivados
el agua golpeó mis caducados
ropajes para dejarme desnudo.

Y en la puerta de la ciudad del viento,
me abandonó la fría noche oscura,
temiendo mi propia temperatura
y tu olor me devolvió el aliento.

Al levantar los ojos del camino,
vi como entrabamos al mismo instante,
sonriéndonos por tenernos delante,
por compartir el resto del destino.

6 de mayo de 2012

Declaración de ofrenta

En estos tiempos uno siempre busca ser más listo que su estado sentimental, cuadrar las cuentas del ánimo con saldo positivo, añadir un haber donde antes solo había debe, tener una tasa de crecimiento espiritual, dejar de ser un producto interior bruto. Buscamos ganar la partida del monopoly, regresar de la regresión. Olvidar la mala sombra del banco donde os sentásteis juntos, de la caja que llenásteis de recuerdos.

Pero, ¿que hacer cuando la declaración de amor no te sale a devolver? Cuanto la otra persona no tiene una ventanilla online para resolver tus dudas. Cuando tiene otro acreedor que le reclama más tiempo y no puede pagarte del banco de su cariño, cuando la otra persona ha marcado la casilla de los fines, no la de los principios. Cuando tus acciones, cotizando su sonrisa, caen en picado.

Puedes intentar diseñar un plan de asustes, invertir en desarrollo personal, privatizar algunos sentimientos, fusionarte con el silencio... pero las agencias de rating problablemente terminen por restar credibilidad a todos tus actos.

Intentado todo, solo queda firmar los documientos, confirmar la operación salida, cumplir con lo escrito como un cavaliere. Pedir la cuenta y pagar lo que se deba en abrazos.

Y al final, si nada de esto tiene resultado, austeridad.

7 de mayo de 2010

Mi primera vez

Segundo clasificado (quedando el primero desierto) del concurso de relatos ultracortos de la Facultad de Ciencias Sociales y del Trabajo de la Universidad de Zaragoza.

Escrito por: Andrés García Cavero

Tema: Mi primera vez

El cuerpo de Beatriz parecía no necesitar edredón para mantenerse caliente. Su espalda, desnuda, reflejaba la luz del amanecer que tímidamente dejaban entrar las cortinas y sus manos agarraban la almohada como si quisiera a la tumba. Sus ojos, cerrados, parecían no quitarme la vista de encima.

A los piés de la cama, un vestido con manchas rojas ponía la única pincelada de color a una habitación que parecía haber sido rescatada arqueológicamente del siglo pasado. Tan sólo un armario empotrado y un tocador a la izquierda, según yo me encontraba tumbado, acentuaban el lado femenino de la estancia.

Desde una antigua estantería, situada a la derecha de la cama, la parte masculina de aquella habitación; llamaba la atención la típica foto de familia con hija en medio, una señora como dios manda y un padre de mirada militar que abrazaba fuertemente, como tratando de impedir que escapase corriendo, a una adolescente con aparato dental que desafiaba a la naturaleza con una altura desproporcionada y unos senos voluminosos.

Ya en pié, tras ponerme la chaqueta, admiré su silueta burguesa una vez más, para luego, silenciosamente, disponerme a abandonar la habitación. Me agaché y recogí del suelo, en el umbral de la puerta, los dos casquillos de catorce milímetros que tan fríamente había disparado minutos antes. Salté como pude, ya en las escaleras, el cadáver de su noviete y me encaminé hacia la calle, ya con las sirenas de la policía de fondo, alertados por los vecinos, que habían escuchado gritos en la casa del fiscal general.